Entre susurros reptilianos, las palabras del conjuro empiezan a tomar forma. La misión del conjuro no es otra que la de ocultar a los ojos de quien mire la enorme forma que ocupa la terraza de la ciudad. Si pudieran ver, verían cómo los últimos rayos del sol arrancan de su cuerpo destellos argéntentos, teñidos de rojo gracias a esa magia del amanecer. Verían también cómo el cuerpo repta grácilmente pese a su tamaño y extiende dos alas de un gris metálico que perezosamente empiezan un baile acompasado a modo de calentamiento.
Sin más preámbulos, las alas aumentan la cadencia del batir, el cuerpo se alza del suelo y eleva su masa sobre el edificio, dejándose caer en el patio interior para remontar con grácil maniobra su vuelo, esta vez hacia el cielo, en espiral.
Ante los ojos del dragón, pues ya habría adivinado el casual observador qué mágico ser veía, si pudiera verlo, toma forma la ciudad al atardecer, palideciendo y cambiando sus colores diurnos por aquellos más oscuros y misteriosos de la noche urbana. A un lado se abre inmenso el mar, tranquilo, dejando que el bullicio se pierda entre sus aguas. Al otro las montañas, tachonadas de edificios y construcciones, encierran la ciudad como brazos acunando a un hijo dormido.
Mientras asciende piensa en cuál será su rumbo esta noche. ¿Hacia el mar, a molestar con su vuelo a los irritables pájaros que esperan estas horas para llenar su buche cerca del puerto, mientras los turistas ahogan las últimas horas de luz con sus fotografías? ¿Más allá de la montaña, para ver cómo se refugian los pocos jabatos que aún pueblan esos montes y a los agricultores, algo alejados ya de la ciudad, que observan con la puesta el trabajo de hoy?
En el horizonte se dibuja una respuesta, divertida y traviesa, que resuelve sus dudas sobre dónde ir hoy. Ve un avión de pasajeros, recién despegado. Decide retarlo a una carrera por los cielos de la que sólo él será consciente. Con vuelo firme se dispone a interceptar el aparato y poco antes de que pase por su lado bate con fuerza las alas y les da fuerzas con un nuevo conjuro para que aumenten su velocidad.
Dando alcance así a la nave, no puede resistirse a mirar por sus pequeñas ventanillas y ve, como no puede ser de otra forma, un sinfín de historias en cada pasajero. Vuela junto a la nave un poco más, en un esfuerzo de mantener su ritmo, hasta que decide que ya es hora de volver. Se despide de la nave con varias piruetas, jugando con el cielo como un niño lo hace en el agua del primer baño de verano.
Desciende suavemente entre risas al balcón del que ha salido y allí, una vez más, vuelve a ser un hombre, hasta la próxima noche que quiera volar.